Usted como lector, imagine que dispone del tiempo necesario para asistir a una conferencia de una novela del escritor de ese “Best Seller” que tanto le gusta. Ese libro que descansa ubicado en la esquina de la segunda balda de su repisa favorita. El escritor, cuando se dispone a sentarse para dar la ponencia en la butaca central frente a la sala, la cual se haya abarrotada, desenvaina un arma de fuego, de forma similar al conocido Coronel de la Guardia Civil en el Congreso de los Diputados una mañana de 1981, y dispara al aire al grito de “¡¡No se muevan!!”.
Podríamos observar en el público, visiblemente inmóvil, como empalidecen los rostros por el miedo y el terror. Acto seguido, nuestro “escritor golpista” confiesa que ese artefacto detonante y autoritario, es una mera simulación, el arma de fuego, es inofensiva, las detonaciones, de fogueo. Probablemente, nos acordemos de algún familiar del autor, aunque lo más característico es que el pánico sufrido por el público asistente se disipe, las sonrisas florezcan, la monotonía vuelva, dando lugar a los comentarios más variopintos entre los oyentes, dejando de lado la tensión y la frustración. Si nos detenemos en el hecho provocado por el novelista, la percepción de los asistentes, más allá del miedo, se traduciría en un sentimiento de inseguridad e injusticia. Es importante, hacer una pausa e intentar interiorizar ese término, injusticia y, por ende, su antónimo, “justicia”.
Sería impensable en nuestro país, en un estado democrático y social de derecho, que una persona obligue a otra a realizar cualquier tipo de acción, a pensar de una cierta forma, a mantener un ideal, bajo pena o sanción por la autoridad competente para el autor que realice tales actos, por la fuerza, y sin el consentimiento previo del que la sufre. El ius puniendi, o derecho a castigar, a imponer una pena, corresponde al Estado, encargado de velar por la concordia entre ciudadanos. Al amparo del estado de derecho, podemos decir que somos libres de decir y actuar como queramos, (lo sé, con ciertos matices), lo que deviene de forma cuasi instantánea en que “esa libertad” debemos entenderla reglada. Existe un abanico normativo que regulan de cierta manera esa convivencia y libertad que entendemos intrínseca del Ser Humano.
¿Qué pasaría si…? por ejemplo, le otorgásemos a una persona un poder ilimitado sobre un sector determinado, sin normas, ni leyes que lo regulen, otorgando un poder absoluto. Interioricen su respuesta.
Y si por un instante, como cualquier niño creativo y soñador, hacemos otro pequeño ejercicio dejando volar la imaginación, por unos instantes nos trasladaremos a otra época.
Viajaremos sin gastarnos un euro hasta la Edad Media; Reyes, Caballeros, Señores y Vasallos. Un periodo de luchas entre pueblos europeos, de conquistas e invasiones, de reinos medievales, donde las fronteras estaban en continuo movimiento siendo franqueables. Imaginen esos reinos, donde todo el poder ejecutivo, legislativo y judicial se concentraba en una misma persona, (en nombre de Dios) su subordinado en la tierra, El Monarca, y su Corte, tan frágil como volátil, que hacían y deshacían a su antojo. El poder regio no respondía ante nadie, sino de forma exclusiva, a la ley divina y religiosa, de la cual emanaba su facultad y lo legitimaba para gobernar. ¿Piensan quizás en un rey tirano?, ¿absolutismo?, ¿y el procedimiento judicial?, y sobre todo, ¿el proceso penal?, ¿era justo?
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Contacte sin compromiso para una consulta profesional.Es impensable hoy en día un Estado Europeo en el cual no respeten, “Los Derechos Fundamentales”, “La División de Poderes”, o “Las Garantías Procesales”, como dijo John Emerich Edward Dalkber Acton, historiador británico, “el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Una definición bastante grafica la tenemos en la historia de España, donde fue instaurada la Santa Inquisición. Los Reyes Católicos, en virtud de Bula expedida por el Papa Sixto IV, en 1478, instauró un procedimiento penal donde flagrantemente no se respetaban las garantías procesales mínimas para una persona acusada de un delito. Una época donde la herejía, y la mera sospecha de judaizante, era el pretexto predilecto de la Santa Inquisición para intervenir, encarcelar y enjuiciar, sin necesidad de fundamentar la acusación, eliminando de un plumazo el principio de legalidad y todas las garantías del proceso penal.
Subamos al DeLorean de Michael J.Fox, y avancemos en el tiempo, estamos en la Europa de la segunda mitad del siglo XVIII, gris como el carbón de Newcastle en la Revolución Industrial de Inglaterra. El romancero viejo dio pie al nuevo, provocado por un debilitamiento de las monarquías absolutistas y nobleza europeas del antiguo régimen, e incluso el derrocamiento de algunos reyes a golpe de guillotina al grito de “la Révolution” en algunos Estados como Francia. El detonante de esta nueva burguesía que buscaba su parcela de decisión en los asuntos estatales, favoreciendo los suyos propios, aspirando a concentrar mayores esferas de poder económico y social. Obviamente, en este terreno tan privilegiado, las élites absolutistas miraban celosamente la escalada de estos nuevos burgueses, a los que veían como ciudadanos de segunda categoría. Sangre nueva para una pirámide antigua, que chocaban frontalmente con los intereses de esas monarquías absolutas y nobles de capa caída, que se agarraban a cualquier resorte de poder, aunque inútilmente. La lucha de clases obrera, y la nueva burguesía, surge en este periodo de forma paralela al floreciente nacimiento de diferentes corrientes políticas (Marxismo, Anarquismo, Socialismo, Comunismo) o los primeros sindicatos, en esas idas y venidas, movimientos sociales e intelectuales, y de corrientes de pensamiento. El derrocamiento de los estados absolutistas, fueron el germen de lo que actualmente conocemos como Estado de Derecho, y como no, del actual procedimiento judicial, heredero, como no puede ser de otra manera, del Derecho Romano, (no se vaya a ofender algún docente erudito del tema).
Las garantías procesales tendrán su expresión en las Constituciones liberales del viejo continente. El filósofo Montesquieu, articuló la teoría “La Separación de Poderes”, a grosso modo: cualquier estado democrático y de derecho que se precie, debe diferenciar tres poderes independientes; el poder legislativo ‘del que emanan las leyes’ el ejecutivo ‘ejecuta las decisiones del poder legislativo’ y el judicial ‘administra justicia aplicando la ley’.
Las diferentes crisis económicas a principios siglo XX, como el crack del año 1929 o la crisis del petróleo de 1973, coadyuvaron en el ascenso e instauración de sistemas políticos autoritarios. Tras la primera y, sobre todo, la segunda guerra mundial, el genocidio y la muerte indiscriminada de millones de seres humanos, fueron consecuencia directa de las formas de gobierno imperantes. Horror y muerte. Civiles que, por razón de raza, condición sexual, pensamiento político, o religión fueron ejecutados en nombre del Estado, o por la simple acusación de otra persona. ¿Os suena?, efectivamente, podemos observar un evidente paralelismo con el procedimiento Penal Inquisitorial del Santo Oficio en España, sin un juicio justo para el acusado, y sin las garantías procesales mínimas. Al término de la segunda guerra mundial, la comunidad internacional estaba muy concienciada, fue entonces, cuando la Sociedad de Naciones, aprobó en 1948 la declaración de Derechos Humanos. Del que podemos extraer en su preámbulo lo siguiente:
‘Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana, (…), Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión’.
En el Artículo 10, ‘Toda persona tiene derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra ella en materia penal’.
En España, tras la aprobación de la Constitución de 1978, el titulo VI regula el Poder Judicial, el articulo 117 nos da la clave para entender la independencia de los jueces respecto cualquier otro poder, según el mismo, ‘la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y magistrados integrantes del Poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley’.
Con este pequeño ensayo histórico y de opinión, quiero hacer ver, la dificultad que tienen las personas para gestionar el poder. Podemos observar cíclicamente y a través de la historia que, si se dan los condicionantes adecuados, si no le ponemos límites al poder, este tiende a corromperse. Es palpable, el coste humano que ha conllevado a instaurar “Las Garantías Procesales” que hoy en día disfrutamos todos y cada uno de los presentes. Aunque no debemos detenernos en este punto, la siguiente pregunta de esta ecuación casi indiscutible es, ¿quién debe proteger esas garantías?
Cualquier “Estado de Derecho” verdadero, con independencia judicial real, debe reconocer la defensa y la asistencia letrada, porque es el pilar más frágil y, por ende, más fuerte de la justicia. Son los abogados como pilares fundamentales del Estado quienes hacen valer los derechos de los ciudadanos ante cualquier injusticia, ya que se han necesitado siglos para obtener tal reconocimiento. Podemos observar el rango de protección que le otorga nuestra norma Constitucional, así, en el artículo 24.2, dice textualmente, ‘todos tienen derecho al Juez Ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado’. Si… cual poder absolutista, eliminásemos la asistencia letrada en el proceso penal, las personas legas en derecho no podrían defenderse adecuadamente. Si dejamos la defensa desamparada y en manos de la acusación, el desequilibro entre las partes, el abandono y desprotección producida en el justiciable sería absoluta. Sin temor a equivocarnos, y más que probable, el veredicto de culpabilidad estaría previamente escrito. El Estado de Derecho fracasa estrepitosamente cuando no existe justicia en un proceso injusto, porque la justicia bien entendida, implica el derecho a defenderse, a la presunción de inocencia. De otra manera seriamos testigos presenciales de una flagrante falta de igualdad en el sistema judicial y, en consecuencia, estaríamos aconteciendo al irremediable fracaso del Estado de Derecho.
Han sido siglos de lucha de clases, de aboliciones de sistemas absolutistas, dictatoriales, guerras y exterminios de población indefensa, para poder conciliar el Estado de Derecho como un sistema justo y equilibrado, en igualdad de armas y condiciones, no son sino los abogados como pilares fundamentales del Estado quienes tienen el deber de luchar por la justicia en nombre de su representado, entendida como su justicia. La fortaleza de la asistencia letrada e independiente, como las garantías procesales del justiciado, son una máxima de nuestro frágil sistema democrático de derecho a la cual no podemos renunciar, bajo pena de volver a sistemas dictatoriales, absolutistas e inquisitoriales ya extintos.